Raúl y
Teresa
Raúl no podía dormir esa noche. Cuando
esto le sucedía, tomaba un vaso de leche caliente y recurría a un libro de
poemas. Así se relajaba y volvía a la cama con muchas posibilidades de descansar,
pero en esta ocasión no pudo hacerlo. La disputa que había tenido la tarde
anterior con Teresa ocupaba obsesivamente su pensamiento. ¿Cómo demostrarle a
ella que la quería? Ella le pedía con terquedad pruebas reales de su amor, no
palabras. La discusión fue exageradamente bronca y en un determinado momento ella
le dijo: “Sí, tú dices que me quieres. Pero son palabras, y las palabras son
convenciones. Yo sé que a ti te quiero mucho. Pero, ¿cómo puedo tener la certeza
de que tú me quieres?”. Esas voces permanecían atrapadas en su cabeza.
Imposible librarse de ellas. Él insistentemente pensaba qué debía hacer para
demostrarle su amor.
Visiblemente cansado y sin desayunar
salió de su apartamento para ir a trabajar. Cuando llegó a la calle le
sorprendió una mañana fría de noviembre. No había previsto ese contratiempo y
su vestimenta no era la apropiada para protegerse de ese día invernal. Para
defenderse de ese tiempo inclemente que le hacía tiritar, aceleró el paso hasta
casi correr. En la oficina, fue incapaz de concentrarse en la auditoría que
debía realizar. Unas décimas de fiebre le sirvieron de excusa para abandonar el
trabajo y marcharse a su casa. Cuando llegó se sentía mucho peor. Llamó a
Teresa y le contó lo que le estaba sucediendo:
―Estoy enfermo por ti. Te quiero. Tienes
que creerme. Por favor, tienes que decirme que me crees, que crees en mi amor.
Teresa le colgó el teléfono.
Raúl no sabía qué hacer para
demostrar su cariño. Descartó aquellos gestos que él consideraba convencionales:
cartas, flores, joyas, viajes… Desesperado, y sin saber como afrontar esta
situación, se sentó delante del ordenador e inició una búsqueda en Internet
utilizando la frase: “demostración de amor verdadero”. No encontró nada que le
pudiese servir. Volvió a realizar una nueva consulta con la expresión: “cómo se
puede convencer a una mujer de que tú la amas”. Las respuestas en este caso tampoco
le fueron útiles. Lo volvió a intentar con la locución: “sortilegios y hechizos
de amor”. Los resultados fueron distintos. Halló la dirección de una hechicera
que prometía una solución para cualquier tipo de desengaño amoroso. Por fin
había encontrado una posible salida a su inextricable laberinto.
No esperó más y ese mismo día acudió
a la casa de esa mujer. Vivía en una chabola. Una vieja desaliñada le abrió la
puerta. Vestía con falda negra, de abuela, maloliente y sucia. Su cara arrugada
mostraba una sonrisa siniestra. Su voz era desagradable. No obstante, a pesar
de todas estas circunstancias Raúl le reveló todas sus inquietudes. La “bruja”
le dijo que tenía una fácil solución: bastaría con que le diera un brebaje a su
amada que ella le prepararía. Su confección era una tarea ardua porque estaba
compuesto de drogas muy difíciles de conseguir. Lo podría tener listo pronto
para ser utilizado. Le costaría algo más de mil euros a pesar de que sólo le cobraría el coste de los ingredientes. Tendría
que utilizarlo antes de veinticuatro horas. Raúl muy esperanzado quedó en ir al
día siguiente para recogerlo.
Tuvo que solicitar una cita con
Teresa por email, ya que esta llevaba unos días sin atender sus llamadas
telefónicas. En esa petición le prometió que no estarían más de media hora, que
no insistiría en sus declaraciones amorosas. Tomarían un café como buenos
amigos y nada más.
¡Qué guapa llegó Teresa a la cita!
Llevaba puesto el vestido azul marino que tanto le gustaba. La saludó con besos
cariñosos y sonrisa amable. Raúl había elegido una cafetería tranquila que no tenía servicio de mesa. Sería él el
encargado de trasladar los cafés de la barra al velador donde se encontraban. Su
propósito era servirle el café con el
brebaje incorporado. Todo trascurría según el guión previsto. Ella puso azúcar
en la taza y tomó un sorbo de café.
―Qué sabor más raro tiene este café.
―dijo―. Levantó nuevamente la taza y volvió a tomar otro sorbo.
Todo fue muy rápido. La taza cayó al
suelo y ella se desplomó en la mesa de la cafetería. Raúl acudió rápido a
socorrerla y el camarero se encargó de llamar a una ambulancia.
Teresa pasó una semana en el
hospital. Raúl durante ese tiempo la cuidó día y noche y no se separó de ella.
Pasado este tiempo, Teresa recibió
el alta hospitalaria y él la llevó a su casa. Acomodada en su hogar ella le
dijo:
―Ahora estoy segura de que me
quieres. Quédate esta noche conmigo. Podríamos planificar nuestro futuro. ¿Y si
nos casásemos en primavera?
―No, no me puedo quedar ―dijo Raúl―. Llevo una semana sin ir por casa y quisiera incorporarme mañana al trabajo.
―Por favor, ―suplicó Teresa―. quédate
esta noche conmigo. ¡Te quiero tanto!
―No insistas Teresa ―le replicó Raúl
enfadado―. Y además, ¿qué me
asegura que no me engañas o, incluso, que tú misma estás convencida de que me
quieres pero en el fondo, sin tú saberlo, no me quieres de verdad? Bien puede
ser que te equivoques. No creo que vayas con mala fe. Creo que cuando dices que
me quieres es porque lo crees. Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si lo que sientes
por mí no es amor sino afecto por haberte cuidado estos días, o algo parecido? ¿Cómo
sabes que es amor de verdad?
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