La tía Angustias
Y cada vez que
venía alguien a darle el pésame, Carmen decía:
―
Mírala, si está hasta guapa.
Y
no era cierto. La tía Angustias no estaba guapa, y es más, nunca había sido
guapa. Su cara alargada, labios finos apretados y mirada adusta, reflejaban un
carácter agrio y malhumorado. Siempre había vestido de negro y ahora yacía en
su féretro con mortaja negra donde resaltaba un gran medallón de oro colgado de
su cuello.
Y
Carmen, que había vivido los dos últimos años con su marido y su hijo en la
casa de la tía Angustias, confiaba en ser la única heredera. En esos años había
aprovechado cualquier ocasión para ganar
ese favor, pero las respuestas que recibía la desconcertaban. Así, si Carmen hablándole
de su hijo decía:
―
Tía, ¿has visto que bien mandao es
Juanito? Lo ligerico que ha ido a la botica
para traerte la pastilla de la noche. No nos habíamos dado cuenta de que ya no
quedaba ninguna en la caja. Gracias a él esta noche podrás dormir bien.
― No hacía
falta que hubiese ido ―le contestaba la tía Angustias con tono de enfado―. Tu niño cada vez se parece más a su padre.
Espero que no llegue a ser tan tonto como él. ¡Ay hija! ¡Con quién te fuiste a
casar!
―
¡Tía! No empieces con tus cosas. Estás viendo lo bueno que es Manolo conmigo y
el niño ―respondió Carmen con voz contenida― ¿Y qué me dices de los arreglos que está
haciendo en tu casa?
―
¿Arreglos? Mejor sería que no hiciera ninguno. Estropea más que repara. Sería
mejor que los hiciese en la casa de su madre.
Y
allí, en esa habitación húmeda de olores viejos y rancios, velando a la difunta,
permanecían sentadas en sillas de enea Carmen y Virtudes, la hermana de la tía Angustias.
Y la gente del pueblo iba desfilando por esa habitación manifestando sus
condolencias. Fue en uno de esos escasos momentos en que se quedaron solas cuando
Virtudes dijo:
―
Creo que voy a coger la medalla de mi pobre hermana. Me gustaría tener ese
recuerdo de ella.
―
No, mejor es que te lleves el retrato enmarcado que está en la mesa del
comedor. Así, la podrás ver y recordar todos los días en tu casa.
―
Bueno, lo que digas, pero el baúl que hay en la cámara sí me lo voy a llevar.
Ahí Angustias guardó la ropa de mi madre y yo ya soy la única hija viva. Lo
suyo es que esas cosas las tenga yo ― respondió Virtudes con un tono no exento
de ironía.
Y
Carmen dijo:
―
Lo mejor es no tocar nada mientras no sepamos el testamento.
Y Manolo
estaba fumando en el patio con otros hombres en un corro alrededor del pozo
donde hace años se suicidó el hermano Serafín cuando se presentó el alcalde,
que no se perdía ningún velatorio en año de elecciones. Nada más llegar y
después de dar el pésame, dijo:
―
Pobre tía Angustias. Hace solo dos días que vino a verme al Ayuntamiento. Me
habló de ceder al pueblo su huerto para construir una residencia de ancianos.
No sé si llegó a escribirlo, pero era su voluntad y espero que la familia sepa
respetarla.
―
No creo que haya que tener en cuenta lo que hiciera y dijera los últimos días.
Su cabeza ya no funcionaba con normalidad ―contestó Manolo mirando a la gente
de su alrededor buscando la aprobación de lo que acababa de decir ―. Sí, la tía no estaba en sus cabales. ¡Cuántas
tardes la entreteníamos Carmen y yo con un tazón donde mezclábamos judías y
garbanzos que ella separaba! Luego volvíamos a mezclarlos y así se pasaba horas
y horas.
Carmen no
tardó en contestarle:
―
Ya sabe usted, don Luis, que la pobre tenía la cabeza un poco perdida. A
nosotras no nos habló de ello ―dijo Carmen
buscando con su mirada la aprobación de Virtudes—. Habrá que esperar a conocer
su testamento.
―
¡Ay, hija mía! Si su voluntad era esa, tendréis que acatarla. El señor os
premiará por ello ― respondió el sacerdote haciendo la señal de la cruz con sus
manos.
Joder con el curita, este también quiere sacar
tajada, —pensó Carmen―. ¡Si supiera lo que me costó conseguir la firma de la
tía! Todas las noches intentándolo. Al final fueron las pastillas, claro cada
vez más tonta… ¿Cómo no? Sí la iba atiborrando: en la leche, en el puré, en el
agua. No esperé mucho, no. Firmó y acabé pronto con ella.
Y Carmen,
agotada, rechazaba el caldo que las vecinas insistentemente le ofrecían. Tenía
ganas de que acabara el entierro de la tía Angustias pero ahora solo pensaba en
cómo quitarle el medallón con discreción. ¡Qué tonta había sido al dejárselo
puesto! No, no era fácil arrebatárselo: lo impedía la presencia de la gente que
entraba constantemente en el velatorio para darle el pésame. ¡Lo tengo que
hacer, no la voy a enterrar con ese
medallón. Es mío y Virtudes no se lo llevará! Estas palabras se las repetía
continuamente a sí misma, en silencio, para reafirmarse en la necesidad de
actuar y buscar el valor suficiente para hacerlo.
Y cuando ya
iban a cerrar la caja para llevarla al cementerio Carmen dijo a Virtudes:
―La tía quería
mucho al niño y le hubiese gustado que llevase puesto el medallón en su
comunión. Ayúdeme a quitárselo. No se preocupe por las ropas del baúl. Ya
hablaremos de ello.
Virtudes,
que también deseaba el medallón, se lo quitó a su hermana del cuello un momento
antes de que los hombres cerraran la caja y se llevaran el cadáver al
cementerio. Intentó guardarlo en su bolsillo, pero la mano de Carmen con
rapidez se lo arrebató a la vez que tomaba por el brazo a Virtudes invitándola
a ir juntas a despedir a la tía Angustias. Y allí, en el cementerio, recibieron
las últimas condolencias.
Y al día
siguiente se reunieron para hablar de la herencia. Carmen le mostró un sobre
cerrado donde estaría la firma que había obtenido de la difunta manifestando su
voluntad de hacerla su heredera. Pidió a Virtudes que lo abriera. La cara de
Carmen palideció al ver un papel viejo donde aparecía la receta familiar de las
magdalenas escrita por la tía Angustias.
1 comentario:
Una narración precisa y limpia. Angustiosa en su carácter cerrado, un mundo sin esperanza. Minuciosa y con sentido del humor. Un empeño logrado.
Publicar un comentario