martes, 12 de diciembre de 2017

José Luis Carlavilla. La tía Angustias

La tía Angustias

Y cada vez que venía alguien a darle el pésame, Carmen decía:
            ― Mírala,  si está hasta guapa.
            Y no era cierto. La tía Angustias no estaba guapa, y es más, nunca había sido guapa. Su cara alargada, labios finos apretados y mirada adusta, reflejaban un carácter agrio y malhumorado. Siempre había vestido de negro y ahora yacía en su féretro con mortaja negra donde resaltaba un gran medallón de oro colgado de su cuello.
            Y Carmen, que había vivido los dos últimos años con su marido y su hijo en la casa de la tía Angustias, confiaba en ser la única heredera. En esos años había  aprovechado cualquier ocasión para ganar ese favor, pero las respuestas que recibía la desconcertaban. Así, si Carmen hablándole de su hijo decía:
            ― Tía, ¿has visto que bien mandao es Juanito? Lo ligerico que ha ido a la botica para traerte la pastilla de la noche. No nos habíamos dado cuenta de que ya no quedaba ninguna en la caja. Gracias a él esta noche podrás dormir bien.
― No hacía falta que hubiese ido ―le contestaba la tía Angustias con tono de enfado―.  Tu niño cada vez se parece más a su padre. Espero que no llegue a ser tan tonto como él. ¡Ay hija! ¡Con quién te fuiste a casar!
            ― ¡Tía! No empieces con tus cosas. Estás viendo lo bueno que es Manolo conmigo y el niño ―respondió Carmen con voz contenida―  ¿Y qué me dices de los arreglos que está haciendo en tu casa?
            ― ¿Arreglos? Mejor sería que no hiciera ninguno. Estropea más que repara. Sería mejor que los hiciese en la casa de su madre.
            Y allí, en esa habitación húmeda de olores viejos y rancios, velando a la difunta, permanecían sentadas en sillas de enea Carmen y Virtudes, la hermana de la tía Angustias. Y la gente del pueblo iba desfilando por esa habitación manifestando sus condolencias. Fue en uno de esos escasos momentos en que se quedaron solas cuando Virtudes dijo:
            ― Creo que voy a coger la medalla de mi pobre hermana. Me gustaría tener ese recuerdo de ella.
            ― No, mejor es que te lleves el retrato enmarcado que está en la mesa del comedor. Así, la podrás ver y recordar todos los días en tu casa.
            ― Bueno, lo que digas, pero el baúl que hay en la cámara sí me lo voy a llevar. Ahí Angustias guardó la ropa de mi madre y yo ya soy la única hija viva. Lo suyo es que esas cosas las tenga yo ― respondió Virtudes con un tono no exento de ironía.
            Y Carmen dijo:
            ― Lo mejor es no tocar nada mientras no sepamos el testamento.
Y Manolo estaba fumando en el patio con otros hombres en un corro alrededor del pozo donde hace años se suicidó el hermano Serafín cuando se presentó el alcalde, que no se perdía ningún velatorio en año de elecciones. Nada más llegar y después de dar el pésame, dijo:
            ― Pobre tía Angustias. Hace solo dos días que vino a verme al Ayuntamiento. Me habló de ceder al pueblo su huerto para construir una residencia de ancianos. No sé si llegó a escribirlo, pero era su voluntad y espero que la familia sepa respetarla.
            ― No creo que haya que tener en cuenta lo que hiciera y dijera los últimos días. Su cabeza ya no funcionaba con normalidad ―contestó Manolo mirando a la gente de su alrededor buscando la aprobación de lo que acababa de decir ―.  Sí, la tía no estaba en sus cabales. ¡Cuántas tardes la entreteníamos Carmen y yo con un tazón donde mezclábamos judías y garbanzos que ella separaba! Luego volvíamos a mezclarlos y así se pasaba horas y horas.
             Y llegó el cura vestido de oficio junto a un monaguillo con intención de rezar unas oraciones por el alma de la difunta. Y los hombres del patio callaron y pasaron dentro de la vivienda a rezar. Y todos se extrañaron de esa visita tan ceremoniosa porque sabían que la tía Angustias no visitaba santos. Nunca había sido una mujer de rezos y cumplidos. Asistía a las misas de los domingos y poco más y no se entretenía con sus vecinas en chácharas inútiles. Tampoco le gustaban los hombres aunque en el pueblo se decía que fue novia de un guardia civil destinado en la localidad, que la abandonó cuando le dieron otro destino. También se comentaba que poseía abundantes ahorros. Y eso podría ser verdad, ya que administraba muy bien sus bienes y sus gastos eran escasos. Así pues, las vecinas pusieron cara incrédula cuando después del responso el cura comentó que la difunta le había prometido un donativo para arreglar la capilla de la Virgen de los Dolores.
Carmen no tardó en contestarle:
            ― Ya sabe usted, don Luis, que la pobre tenía la cabeza un poco perdida. A nosotras no nos habló de ello ―dijo Carmen buscando con su mirada la aprobación de Virtudes—. Habrá que esperar a conocer su testamento.
            ― ¡Ay, hija mía! Si su voluntad era esa, tendréis que acatarla. El señor os premiará por ello ― respondió el sacerdote haciendo la señal de la cruz con sus manos.
             Joder con el curita, este también quiere sacar tajada, —pensó Carmen―. ¡Si supiera lo que me costó conseguir la firma de la tía! Todas las noches intentándolo. Al final fueron las pastillas, claro cada vez más tonta… ¿Cómo no? Sí la iba atiborrando: en la leche, en el puré, en el agua. No esperé mucho, no. Firmó y acabé pronto con ella.
Y Carmen, agotada, rechazaba el caldo que las vecinas insistentemente le ofrecían. Tenía ganas de que acabara el entierro de la tía Angustias pero ahora solo pensaba en cómo quitarle el medallón con discreción. ¡Qué tonta había sido al dejárselo puesto! No, no era fácil arrebatárselo: lo impedía la presencia de la gente que entraba constantemente en el velatorio para darle el pésame. ¡Lo tengo que hacer,  no la voy a enterrar con ese medallón. Es mío y Virtudes no se lo llevará! Estas palabras se las repetía continuamente a sí misma, en silencio, para reafirmarse en la necesidad de actuar y buscar el valor suficiente para hacerlo.
Y cuando ya iban a cerrar la caja para llevarla al cementerio Carmen dijo a Virtudes:
            ―La tía quería mucho al niño y le hubiese gustado que llevase puesto el medallón en su comunión. Ayúdeme a quitárselo. No se preocupe por las ropas del baúl. Ya hablaremos de ello.
            Virtudes, que también deseaba el medallón, se lo quitó a su hermana del cuello un momento antes de que los hombres cerraran la caja y se llevaran el cadáver al cementerio. Intentó guardarlo en su bolsillo, pero la mano de Carmen con rapidez se lo arrebató a la vez que tomaba por el brazo a Virtudes invitándola a ir juntas a despedir a la tía Angustias. Y allí, en el cementerio, recibieron las últimas condolencias.
            Y al día siguiente se reunieron para hablar de la herencia. Carmen le mostró un sobre cerrado donde estaría la firma que había obtenido de la difunta manifestando su voluntad de hacerla su heredera. Pidió a Virtudes que lo abriera. La cara de Carmen palideció al ver un papel viejo donde aparecía la receta familiar de las magdalenas escrita por la tía Angustias.

1 comentario:

Mario Plaza dijo...

Una narración precisa y limpia. Angustiosa en su carácter cerrado, un mundo sin esperanza. Minuciosa y con sentido del humor. Un empeño logrado.